12.7.11

Ambulancias

Sus dedos tamborileaban sobre el colchón de la cama. Sus ojos estaban fijos en el constante goteo de aquella última dosis de antibiótico. La última. Soltó un largo suspiro y miró a su alrededor. Aquellas cuatro paredes de hospital empapeladas de azul claro habían sido su mundo por dos semanas. No las extrañaría en absoluto.
Al contrario, se veía feliz al despedirse de ellas. Aquél empapelado azul claro había sido un mudo testigo de todas las penurias y silenciosas agonías por las que habías pasado. Y lo había hecho. Hacía unos minutos, su doctor había dejado la habitación luego de decirle que le daría el alta, que no precisaría más estar ahí. Qué felicidad.
Justo cuando la última gota de la última dosis de antibiótico había caído, irrumpió en la habitación una enfermera con las recetas de las pastillas que el doctor le había indicado que tomara, y un certificado que tendría que entregar a los de la ambulancia que venía en camino, que lo llevaría a su casa.
Cuando la enfermera se retiró, suspiró aliviado. Se iría, por fin. Volvió a mirar alrededor, ahora sí despidiéndose de la habitación que había sido su mundo. Solo restaba esperar.
Y esperó. Y tamborileó con los dedos la superficie del colchón. Y miró a su alrededor despidiéndose una vez más de aquél empapelado azul claro. Pero la ambulancia no llegaba.
Finalmente, luego de media hora que se hizo siglos, irrumpieron en la habitación dos jóvenes entre risas, con olor a tabaco en el uniforme blanco, y con una camilla. Los jóvenes siguieron bromeándose entre ellos y sin detenerse casi en su presencia, se colocaron uno a cada lado de su cama. Sin dirigirle una palabra, contaron hasta tres y lo arrastraron con sábana y todo hasta la camilla, que se encontraba al mismo nivel que la cama. Se iba, ahora sí, adiós habitación empapelada.
Mientras uno de los jóvenes mantenía la puerta abierta, el otro empujó la camilla hasta el pasillo del hospital. Una alegría tremenda lo invadió mientras iban quedando detrás de él las puertas de las habitaciones a medida que avanzaban por el pasillo. Con una gran sonrisa en la cara, se despedía de las enfermeras mientras los camilleros volvían a bromear entre ellos. Entraron a un ascensor y descendieron varios niveles.
Cuando la puerta del ascensor se abrió, ante ellos apareció un largo pasillo totalmente blanco. Al final, había una puerta de vidrio, y más allá de la puerta, una ambulancia rojiblanca, la que lo llevaría a su casa de vuelta, a su dulce hogar.
Los jóvenes camilleros lo subieron a la ambulancia, y por primera vez en el día le dirigieron la palabra, preguntándole donde quedaba su casa. Les dijo la dirección, y sin responderle cerraron de un golpe la puerta de la ambulancia y pusieron en marcha el motor.
La ambulancia comenzó a circular por las calles de la ciudad mientras él veía desde la camilla, azorado, las casas y los árboles. ¡Qué gratificante era volver a un mundo que no fuesen las cuatro paredes azul claro! ¡Qué maravilloso era volver a ver esas calles que tantas veces había recorrido y que ya había olvidado cómo eran! Las casas se sucedían rápidamente, acompañadas por las risas de los camilleros que conducían la ambulancia. El motor rugía, y cada vez era más corto el instante que tenía para apreciar cada casa, cada vez avanzaban más rápido. Los jóvenes reían. Las cuadras se sucedían velozmente, las esquinas eran fugaces y apenas distinguibles. De repente, escuchó un estruendo que silenció las risas y silenció el motor. Todo se oscureció y sólo oía golpes secos, estallidos acompañados por movimientos bruscos y luego, el silencio. Silencio solamente roto por algún joven quejido, ninguna risa. No olía a tabaco, sino a nafta derramada, y cada uno de sus huesos trataba de aullar de dolor, pero no podía moverse, no podía ver, y sólo restaba esperar, esperar a que aquél interminable goteo cesara, a que el antibiótico dejara de pasar y, por fin, dejar ese lugar, esas cuatro paredes empapeladas de azul claro que habían sido su mundo mientras él, con el cuerpo casi totalmente enyesado, agonizaba en voz baja. Pero todo eso terminaría ya, se acababa de ir la enfermera que la había dado las recetas y el papel que le entregaría, no a los mismos pobres jóvenes camilleros, a otros, que lo llevarían a su casa, porque el doctor le había dicho que, pese a los yesos, podría irse a su casa, a continuar con la quietud en un ambiente más cálido. Con la mano que no tenía enyesada, tamborileó la cama mientras esperaba. Miró a su alrededor despidiéndose de la habitación. En cualquier momento lo vendrían a buscar, por fin se iría…

(10deagosto2010)

1 comentario:

  1. Me suenan de algo esos pasajes repetitivos de hospitales tétricos que huelen a esterilizado.

    Tranquilo, hermano, que tus botas están a buen recaudo. Las guardo para el momento en el que vengas a buscarlas. Reduje la extensión de mis escritos ya que prometí a alguien que jamás volvería a escribir sobre amor y relaciones. Sin amor ni relaciones poco me queda, por eso intento aburrir lo menos posible.

    Ya te contaré. Ya nos contaremos.

    Un abrazo desde tu otra casa. Un abrazo desde Lorca.

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