10.3.10

Redención

Como todos los jueves de tarde, el padre Tomás se dispone a comenzar su clase de catecismo. Aguarda sentado en el escritorio mientras pasan al salón los niños, despidiendo una fragancia a recién bañados. ¡Qué placentero aroma, digno de los ángeles, poseen esas pequeñas criaturas, inocentes corderitos! El padre Tomás sonríe mientras inhala es único perfume que solo los niños poseen.
A lo largo de la clase, el padre Tomás disfruta mirando a esos seres diminutos y tiernos, que intentan comprender pasajes de la Santa Biblia. Y se siente en el mismísimo Edén cuando esas voces agudas le provocan un cosquilleo en la entrepierna. Sin esa clase de los jueves de tarde, su vida de devoción a Dios sería un calvario.
Al final de la clase, los niños se retiran dejando en el salón su fragancia de recién bañado. Mientras el padre Tomás ordena sus papeles, advierte que una criatura no abandonó el aula, y lo mira fijamente. Es Martín, un hermoso niño de cabellos rubios, tez extremadamente pálida y ojos celestes. Algunos parroquianos aseguran que bajo esa cara de ángel se esconde el mismísimo demonio, pero él no cree esas historias; en su clase nunca hace problemas, y con esa carita tan preciosa, tan Divina, podría ser un ángel caído del cielo.
-¿Se te ofrece algo, pequeño?- pregunta el padre Tomás.
-Quisiera confesarme, padre.
-Está bien… ¿te ha mandado tu madre, es verdad?
El niño asiente con la cabeza. El padre Tomás ya estaba acostumbrado a que las madres mandaran a sus hijos al confesionario luego de alguna travesura. Con la sola idea de tener estar a solas con el niño en el confesionario, el cosquilleo en su entrepierna se acentúa.
Martín le cuenta detalladamente al padre Tomás sobre cuando robó golosinas en el almacén de Don Javier. El padre Tomás casi no escucha, tan sólo se deleita con la dulce voz del niño y su fragancia de recién bañado. Algo en su entrepierna se endurece.
-¿Cuál es mi penitencia, padre?- pregunta la criatura.
El padre Tomás se sobresalta, Había dejado por completo de prestar atención. Se acomoda en la silla y comienza su habitual estratagema.
-Tú sabes que el Señor no recibe en su Reino a los ladrones, Martín.
El niño asiente.
-Sin embargo, -prosigue el cura- yo podría pedirle encarecidamente que te perdone.
El padre Tomás realiza una pausa en su discurso. Saborea cada palabra, cada momento.
-Claro que para eso tú tendrías que darme algo a cambio.
Sonríe, los dados ya están tirados. El niño, que ya ha pasado por situaciones similares, demora unos segundos en hablar. Luego, con una inusual determinación, responde:
-De acuerdo.
El padre Tomás guía al infante hasta su despacho, y una vez dentro cierra la puerta. Sin llave, ya que de todas formas nadie iba a la iglesia los jueves de tarde. Lentamente y mirando fijo al niño, se desabrocha la sotana y se baja el pantalón. Martín, inseguro, se dirige con pasos cortos hasta el clérigo, y luego se arrodilla hasta quedar a la altura de su miembro descubierto.
Mientras el niño se reconcilia con el Señor, el padre Tomás se siente en el paraíso, casi que puede escuchar los cantos de los ángeles, casi puede despegarse del suelo. Cuando está a punto de alcanzar la mismísima Gloria, una cuchillada de dolor le sube desde la entrepierna hasta el pecho. Mira horrorizado hacia abajo y ve en los ojos de Martín, en la boca ensangrentada de Martín, al mismísimo demonio. Atina a levantar las manos buscando el cuello de la diabólica criatura, pero el niño ya había abierto la puerta y huía despavorido de la Iglesia. El padre Tomás da unos pasos, pierde el conocimiento y cae al suelo, mientras su sangre mancha el suelo de su despacho.




(15defebrero2010)

2.3.10

Terremoto

Era de noche y dormía
Chile dormía
Chile bailaba
Chile soñaba despertar.
Mi Chile querido
¡tantos sueños tenías,
tantas utopías por concretar!
Tan cerca estaban
y se volvieron a alejar.

Pero era de noche, mi Chile
y la tierra se movió
y dijo mil veces no;
a tus sueños,
a tus bailes,
a tus edificios,
ahora desplomados,
a tus rutas
ahora resquebrajadas,
a tus chilenos
ahora sin agua, sin luz para brillar.

Y también el mar dijo no
y era de noche
y no soportó
que Juan Fernández floreciera
en cada amanecer.
Y que aquella isla fuera
un paraíso terrenal.

Y barrió sus casas
y su gente
y nunca más crecerá,
robusto,
aquél árbol que supe plantar

¡Ay Chile, mi lindo Chile!
Nunca dejes de soñar.
Porque de tus escombros,
de tus rutas quebradas,
de tu paraíso bajo agua,
volverá a nacer
de noche
esa hermosa tierra
que tanto supe amar.









(1demarzo2010)